domingo, 30 de marzo de 2008

Día 7º.- 27.Oct.2007. La nubes de Nepal

27.Oct.2007. Son las 4.40 de a madrugada y aún es de noche cuando el pequeño Suzuki-Maruti acude puntual a la cita concertada. Hi, good morning, Rup. Después de media hora de trayecto, estoy a las puertas de un pequeño edificio escasamente iluminado. Bye, Thank you, Rup. Aún tardará en amanecer. Comienzan a llegar al lugar algunos vehículos -furgonetas y minibuses- de los que, entre sombras, se apea gente y descargan bultos y equipajes. En poco tiempo se ha organizado un considerable tráfico de personas que parecen conocer perfectamente los protocolos de un tránsito que yo ignoro por completo. Después de las oportunas preguntas e indicaciones me encuentro sentado en un asiento corrido de la pequeña terminal de vuelos domésticos del aeropuerto de Katmandú. Ahora entiendo. Los que vienen con equipajes son nepaleses o grupos de montañeros que van de trekking. Pequeños aviones de hélice de compañías nacionales les llevarán a Pokhara, Kakharbitta, Lukla… No es mi caso. Un hombre de unos 40 años se sienta a mi lado. Me pregunta en inglés y le confirmo que, efectivamente, yo también voy al “Mountain Flight”. Después de mi frustrada experiencia de Nagarkot, he decidido no perder la oportunidad de contemplar el esplendor del Himalaya, aunque sea desde el aire. (Voy al encuentro del ruido de avioneta que escuché ayer... si la montaña no viene a Mahoma…) Enseguida reconozco la procedencia de mi vecino de asiento y continuamos la conversación en castellano. Federico es de Toledo y no tardo en darme cuenta que es un verdadero “chubasca”. Aunque le he dicho que no soy montañero, él no encuentra razón para librarme del relato de los trekkings que viene haciendo desde hace años. En su narración, intercala comentarios sobre la mala calidad de la línea aérea que nos va a llevar hoy y que, si se retrasan, nos vamos a perder el amanecer. Es lo cierto que somos los últimos en embarcar.

Los dos motores del pequeño avión al que hemos subido una docena larga de intrépidos pasajeros van aumentando el estruendo a medida que calientan y suben sus rpm. Me ha tocado un asiento junto a la hélice. Federico, enfrente, me advierte que no vamos a ver nada pues las ventanillas están empañadas por fuera. No sé si decirle al piloto que me deje un trapo y las seco yo –dice …pero no hace-. Afuera hay una niebla considerable. (No puede ser, me digo: en este viaje me persiguen las nubes!… y eso que estamos en la estación seca!). Dado mi miedo a los aviones –y más a los pequeños… (recuerdo a mi querido Julio)- murmuro un “alea jacta est” y me abandono al destino con entrega total. Con un zumbido acelerado pero con gran suavidad, despegamos. Por debajo de la ventanilla -ya desempañada-, los tejados de Katmandú aparecen y desaparecen entre retazos de nubes grises... Y de pronto, en un instante, se produce el milagro, la visión: un magnífico sol ilumina la cordillera del Himalaya. Por encima, un azul potente, esplendoroso. A los pies de las montañas, como una alfombra, un compacto mar de nubes que impide ver el suelo. Me sale del alma: ¡estoy en el cielo!. Me relajo y disfruto del espectáculo. Escucho la voz de una hermosa muchacha, con delantal tibetano, que hace las veces de azafata y que desde el pasillo va recitando los nombres de las cumbres que van apareciendo en el cercano horizonte, al otro lado del ojo de buey.
Quien quiera puede visitar la cabina. Allá voy. Enfrente, enfrente, me señala el copiloto: Ahí está. The top of the world: El Everest!.

Lo del aterrizaje de este trasto no lo tengo yo nada claro dice Federico cuando vamos a tomar tierra, después de una hora exacta de vuelo. Afortunadamente el aterrizaje es perfecto.

Rup me está esperando con su pequeño taxi. Vamos a buscar a Purna, que me acompañará los próximos dos días. Hacemos una parada en Patsupathinat, que nos pilla de paso. Doy un nuevo paseo por este lugar que me fascina. En su parte alta descubro unas largas hileras de lingams y yonis de piedra y también una interesante vista de Katmandú en la que se divisa, a lo lejos, la stupa de Bhodanat. No quiero dejar pasar esta segunda ocasión: le doy unas rupias a unos santones y obtengo el permiso para fotografiarlos a gusto.

Más tarde en Katmandú, recorro con Purna sus mercados callejeros y con él descubro una nueva y diurna Plaza Durbar. Es ya mediodía cuando picamos algo en el ático de un edificio cercano al antiguo Palacio Real. Miro hacia abajo: una hermosa visión de “Freak Street”, soleada placita-paraíso de los hippies de los 60-70, hoy convertida en una explanada con puestos callejeros en los que venden souvenirs. Miro hacia arriba: asomada a una ventanita de lo más alto de una pagoda, nos saluda una turista. La devolvemos el saludo con un brindis de nuestras sanmiguel gigantes.

Por la tarde Rup nos lleva a Bungamati, aldea newari que se remonta al siglo XVI. Durante el trayecto hacia allí he podido ver como la población se afana en la cosecha, diseminada en grupos por los arrozales escalonados que componen el paisaje. [Me viene a la memoria la trilla en las eras del Carrión de los Condes de mi infancia]. Por la carretera nos cruzamos con grupos que ya vuelven de regreso a sus casas. Algunos llevan la recolección del día en un inmenso saco que cargan sobre la espalda encorvada sujeto tan sólo con una cuerda que se apoya más arriba de la frente.


Es un placer pasear por Bungamati, por sus estrechas calles a las que no tienen acceso los coches y donde aún no ha llegado el turismo. Las plazas exponen sus esteras de arroz al sol de la tarde y en algunos portales se puede ver trabajar a algunos artesanos del hierro y la madera, oficios en los que destacan los newaris, grupo de población abundante en la zona, con su propio idioma, sus ritos de iniciación… Paseando por Bungamati, visito el templo del patrón del valle, Rato Machlendranath y me cruzo con el tonto del pueblo, que también lo hay aquí.
A mi regreso a Katmandú, le pregunto otra vez a Rup qué le tengo que pagar por sus servicios (es taxista profesional y lleva todo el día pendiente de mí). Me dice que lo que quiera. Me incomoda la respuesta. Me surge la duda de pensar si es una especie de servilismo o si, en realidad, es un buscavidas que sabe aprovecharse de las circunstancias. Sin duda es más cómodo el taxímetro… pero estamos en Nepal!.