sábado, 15 de marzo de 2008

Día 5º.- 25.Oct.2007 De Bhaktapur a Nagarkot

25.Oct.2007. En la guest house, un grupo de japoneses (esta gente llega a los confines del mundo!) se levanta tras desayunar en la larga mesa comunitaria a la que yo me incorporo. Al terminar mi desayuno “frutal” echo una ojeada al titular que encabeza el ejemplar del “Kathmandu Times” que los turistas han dejado sobre la mesa: “Diarrhea becomes epidemia”. Habrá que procurar una profilaxis de comidas calientes, agua embotellada… y tener suerte!
Comienzo el día con una visita al espectacular templo de Nyatapola, el más alto del Nepal. Sus escaleras están flaqueadas por los defensores del templo: los célebres guerreros rajputs Jayamel y Phattu, cada uno dotado con la fuerza de diez hombres. A medida que asciendo, me voy encontrando con nuevas parejas de guardianes que multiplican por diez, según la creencia popular, la fuerza de los anteriores: elefantes, después leones, después grifos y en lo más alto, las dos diosas protectoras de la misteriosa y tántrica Siddi Laksmi… a la que no logro ver pues su estatua se guarda en el cerrado interior, reservada su contemplación a los sacerdotes. Lo que sí se puede ver, girando la vista hacia abajo, es una preciosa plaza que se extiende, llena de vida, a los pies del templo.
El sol ilumina la plaza Durbar, en la que ahora no hay muchachos jugando con sus cometas como el día anterior. Sentado sobre una piedra recojo esquemáticamente en mi diario algunas de las cosas que he encontrado en mi paseo de esta mañana: templos en los que se hacían sacrificios rituales, una gran “ficus religiosa” -como la de la iluminación de Buda- junto al santuario de Ganesh (el simpático dios de la buena suerte con cabeza de elefante), artesanos exponiendo su cerámica junto al horno comunal, puestos de venta de carnes extendidas en la acera y olisqueadas por perros, una enorme pintada maoísta con su hoz y su martillo, pokharis –aljibes de todos los tamaños, hasta 74 hubo en su día-… y por todos lados mujeres aireando arroz sobre esteras de esparto. Una voz me distrae de mi escritura. Es la de un muchacho nepalés. Se llama Anil, habla inglés y se ofrece a servirme de guía. Le propongo un recorrido al margen del circuito turístico al uso. OK. Durante un par de horas caminamos por Bhaktapur y charlamos.

Anil me explica las características de los tres principales dioses, Brahma, Shiva y Vishnú, pero renuncio a aprenderme sus respectivas encarnaciones, manifestaciones, vehículos, diosas… los miles de nombres que componen el inmenso panteón hinduísta. Me resulta difícil imaginarme que alguna persona, no nacida en estas tierras, se pueda un día “convertir” a una religión tan compleja. A pesar de que mi guía se confiesa ateo, la religión ocupa, a mi juicio, el lugar más importante de la vida nepalí. Por doquier veo templos y en ellos, a todas horas, nepaleses de cualquier edad y condición realizando sus pequeños ritos y oraciones. Resulta gracioso que hayan de tocar una campana para “despertar” al dios de turno y que les haga caso. Es también habitual ver cuencos con arroz y flores junto a imágenes de dioses en pequeños rincones de las casas, improvisados locutorios para conectar con la divinidad. La religión es omnipresente. (el opio del pueblo de Marx, me recuerda Anil), aunque su práctica, al menos la que yo he visto, es muy intimista: individual o familiar; lejos de las concentraciones masivas de fieles arengados por enardecidos predicadores de otras conocidas religiones monoteístas. Por ello parece difícil pensar que, a pesar del caldo de cultivo que constituye la miseria de la mayor parte de la población, de estas creencias puedan surgir cruzadas o yihads. (Recuerdo también a Savater y su “Panfleto contra el Todo”). Parece existir una gran tolerancia entre religiones y unos difuminados límites entre la práctica del hinduísmo –mayoritario- y el budismo –minoritario- . Me entero que Sidharta nació en Nepal.

(En la oscuridad del templo de Narva Durga vuelvo el rostro y descubro sobre una piedra la decapitada cabeza de un búfalo, víctima de un sacrificio, que me mira con los ojos salidos de sus órbitas. En Inacho Bahal, dos jóvenes y sonrientes monjes nos sirven de guías y posan para nosotros junto a una gran estatua dorada de Buda. Junto al río Hanumante un sacerdote oficia un pequeño rito enfrente de un hombre vestido sólo con una tela de cintura para abajo y la cabeza rapada, salvo una minúscula coletilla. Un familiar suyo ha muerto hace poco y la tonsura impedirá que lo olvide durante un tiempo: al menos el que tarde en crecerle de nuevo el pelo.)

En nuestro paseo por la ciudad, Anil se ha cruzado con amigos y conocidos. Me ha sorprendido que, para saludarlos, adelantara presuroso su mano en busca de las de los otros, de una manera que se me antoja poco natural, forzadamente “occidental”. Y el saludo Namasté? -pregunto. Me cuenta que, entre los jóvenes, la costumbre actual es estrecharse las manos. Me viene a la cabeza cómo el saludo está cambiando también entre la juventud occidental: give me five y tal... También me cuenta que él, y la mayoría de la juventud, está deseando largase del país e ir a vivir a otro más desarrollado. Algunos amigos suyos ya se han ido a probar suerte a India, Rusia,… Me pregunta si yo podría conseguirle trabajo en España. Eso sería la mejor propina que yo le podría dar, me dice al terminar nuestro paseo, al tiempo que me facilita su dirección de email.

Por la tarde el hermano de Krishna me acompaña a la “estación de autobuses”. Por el camino oigo a mi espalda: Eh, amigo, amigo. Me vuelvo y, asomado a la puerta de su comercio, sonríe el rostro del dependiente de la tienda de artesanía, el que estudiaba español. En el viaje a Nagarkot tendré que cargar, además de con mi mochila, con una incómoda bolsa de basura negra que lleva en su interior una reproducción en madera de una ventana de Bhaktapur... que no cabe en la mochila.

- You ought to get in this bus… You can also wait one hour and get in that other one.
- But the other one is nearly as crowded yet.
Finalmente me subo al autobús (¿?) que va a salir de forma inmediata hacia Nagarkot. A duras penas consigo entrar y abrirme paso entre la gente que abarrota esta especie de “camioneta con asientos”, hasta llegar cerca del chófer. Éste me indica un pequeño espacio sobre la caliente tapa del motor interior, junto a la palanca del cambio, en donde cabe, apretado, mi culo. Peor se ha de ir de pie, me consuelo. Y peor aún, aunque habituado, debe ir el cobrador cuya cabeza veo a través de una ventanilla, por fuera del autobús. Ignoro cómo irán los que van “acomodados” entre los bultos que se agolpan en la baca exterior, sobre el techo del autobús (…se tendrán que agachar si pasamos bajo los árboles… veré salir despedido a uno agarrado a su maleta en una curva cerrada?... los puentes por el centro, por favor…) Por un momento pienso que no voy a poder resistir mucho tiempo, que me va a dar un ataque de ansiedad, aplastado entre la gente, mi mochila y la “ventanita de Bhaktapur” que en los baches se me clava en la cara mientras trato de eludir el puño del conductor cada vez que cambia de marcha. Respiro hondo, intento relajarme y miro a mi alrededor: un padre con su hijo, una anciana con un sari rojo, una muchacha jovencita de bellos ojos y peinado recogido, una mujer dando el pecho a su bebé, el rostro del cobrador enmarcado en la ventanilla como si fuera un presentador de TV. También ellos me miran. Soy el único occidental en el autobús. A mi cara de angustia, me responden sonriendo, cercanos, amigables. Intento esbozar una sonrisa de circunstancias y me la devuelven sonriendo aún más. Se me ocurre que si supieran inglés o algún otro idioma “vehicular”, se pondrían sin duda a hablar conmigo de inmediato, a preguntarme de dónde soy, qué hago aquí sólo, a darme ánimos… Como en un trastorno bipolar, el péndulo viaja al otro extremo y me relajo… pienso que estoy entre gente maravillosa y, en un ataque de euforia, noto que se me ríen hasta los huesos y me pregunto si habrá en el mundo alguien más feliz que yo en estos momentos. Botín, desde luego que no.

Me despido por señas de mis compañeros de viaje. Después de una hora de trayecto por una estrecha y mal asfaltada carretera que ha ido ascendiendo la ladera del valle, inclinándonos en cada curva que se abría paso entre árboles y una feraz vegetación a medida que el conductor daba vueltas y vueltas al gran volante, hemos llegado a un cruce. De él parte un camino que he de recorrer andado, ahora yo sólo, con mi mochila a la espalda…y la “ventanita” de los….

Al caer la tarde he llegado al hostal “Chantauri Keyman”. Se ha hecho de noche y hay algo de niebla. No he podido ver el atardecer. No importa. Será mañana cuando podré ver el espectacular amanecer de Nagarkot en el que el sol se despereza en el horizonte, por detrás de la cordillera, tiñendo de luces y colores, poco a poco, las nieves del Himalaya. Primero un resplandor oscuro, luego los granates y violetas, los rojos, los amarillos, por fin la luz blanca poderosa del astro rey que irisará el paisaje, obrando el milagro diario de iluminar la vida en uno de los lugares más bellos de la tierra. Ceno y pongo al día mi diario. Me acompaña una hermosa luna llena.