lunes, 3 de marzo de 2008

Día 3º.- 23.Oct.2007. Impresiones y emociones en Katmandú.

23.Oct.2007. Cuando me despierto, tardo tiempo en asimilar el “cuándo” y el “dónde”, pero me doy cuenta rápidamente “cómo” estoy. Estoy pletórico. Descalzo en la habitación, hago unas salutaciones al sol (yoga). Me ducho con agua caliente. Ordeno mis cosas. Ale, mi anfitrión, tiene preparado un desayuno frutal en la terraza de “Elbrus Home”. Pedro no tarda en llegar. Me pide que me asome a la balaustrada de la terraza. Abajo en la acera veo unos chavales desarrapados que hurgan entre las basuras. No van a la escuela. Se pasan el día en la calle. Si te fijas, dice Pedro, podrás comprobar que aspiran pegamento de unas bolsas de plástico. (...)

Pillamos un taxi que nos lleva a uno de los establecimientos de “Maiti Nepal” www.maitinepal.org . Al parecer, la enfermedad y la muerte de su joven hija en Nepal, fue la causa de que un magnate alemán destinara importantes fondos para financiar esta institución de acogida con la que Pedro viene colaborando desde hace años. Al llegar, compruebo que ocupa unos edificios muy bien construídos -mucho mejor que los de su entorno-, con aulas, enfermería, jardines,….. Entramos. Es la hora del recreo y un montón de niños y niñas juegan en los jardines. Al verlo, muchos de ellos reconocen en seguida a Pedro y corren alegres a saludarlo: Namasté… namasté. Mi compañero de viaje es una persona verdaderamente popular aquí. “Uncle”, le dicen; algunos incluso le llaman "was-bah" (padre en nepalí)... El se dirige a cada uno por su nombre y reparte caramelos y regalitos que trae en los bolsillos. Después de esta algarabía infantil, subimos a la “Clinic”. Al poco tiempo aparecen Apshara y su hija. Se abrazan a Pedro. Las manos y los ojos de los tres hablan de sentimientos muy bellos. Salimos de Maiti Nepal. En unos tendederos hay lanas teñidas de colores que se secan al sol. (...)
Caminando un breve trecho llegamos a Patsupathi. A orillas del sagrado río Bagmati, Patsupathi-nath es el más importante santuario hinduista del país. En sus aledaños, hay multitud de puestos en los que venden flores frescas para las ofrendas. Abundan unas flores naranjas –me recuerdan a los “tajetes”- que insertan en collares en los que brillan poderosos los pétalos, como con luz propia. Llegamos al Panch Deva. Se trata de un asilo para indigentes a cargo de cooperantes y Hermanas de la Caridad (Teresa de Calcuta). Entramos en un amplio patio. Es la hora de la comida. Unos cuantos ancianos, en pequeños grupos o en soledad, se afanan con una escudilla de zinc que parece contener arroz hervido. Observo que muchos están descalzos. A algunos se les cae la comida antes de que llegue a la boca. Entro en el edificio. Aquí todo está en semi-penumbra. Hay pasillos a modo de barracones en los que se alinean pobres camastros cubiertos con pobres telas. Un poco más allá un gran caldero humea en la precaria cocina comunitaria. Sigo caminando. En una especie de lavadero, una monja con rasgos orientales lava con ahínco un cuerpecito desnudo y escuálido. Continúo mi recorrido y llego al “comedor” dispuesto en un pasillo al que llega la luz de fuera a través de huecos abiertos en las paredes. Los ancianos se sientan a las estrechas mesas con sus escudillas. Pedro y Purna -un joven amigo nepalés que se nos ha unido- han trabajado aquí en años anteriores y saludan a los comensales. Namasté. Mira, ese es sordomudo. Aquella es una ciega muy simpática. La de al lado, la que sonríe tanto, tiene lepra… Donde quiera que dirijo la vista veo cuerpos deformados, mutilados, desechos. Junto mis manos y, con forzado gesto de alegría, yo también saludo. Me responde un mar de sonrisas desdentadas. Siento que me mareo. Busco el camino hacia fuera. Estoy de nuevo en el patio. Sobre sus paredes hay colgadas grandes fotos con los rostros de los “inquilinos” de este lugar. Como si fuera uno más en la fila de los retratos, de su mismo tamaño, descubro lo que en realidad es un espejo. Al mirarme en él, bajo mi imagen reflejada, se puede leer una frase impresa: “Tú también, algún día, podrás ser uno de ellos”. Salgo de allí. Tengo un nudo en la garganta. Intento que mis acompañantes no vean mis ojos congestionados por las lágrimas. (...)

Cruzando el puente sobre el río, se tiene una imagen de conjunto del santuario. Enfrente, una escalera sube por la colina y a un lado, se alzan un buen número de pequeños templos alineados a poca distancia unos de otros, que se me antojan grandes “confesionarios” de piedra. Junto a ellos, con escasa ropa y el cuerpo untado de ceniza, los sadhus (hombres santos) se exhiben al sol. Purna me comenta que para fotografiarlos hay que pedirles permiso y darles una limosna que ellos se gastarán en marihuana, su principal “alimento espiritual”. Intento hacerles fotos sin pagar ese peaje, disimulando; no me salen bien.

Vuelvo la vista al otro lado del puente, el que dejé atrás. Con la perspectiva que da el ancho del río puedo contempla el esplendor del gran templo de Patshupati “el señor de las bestias”, una de la encarnaciones pacíficas de Shiva, dios creador y destructor del panteón hindú. (Los no hinduístas no pueden acceder al interior del templo aunque podrán atisbar, desde su entrada occidental, el gran trasero dorado de la inmensa estatua de Nandi, el toro de Shiva). Bajo el templo, junto al río se sitúan los ghats, las plataformas de cremación de la familia real. Ahora están vacías. Purna me comenta que en 2001, cuando se produjo la misteriosa masacre palaciega, no daban abasto con las incineraciones. A la izquierda del puente, los ghats del pueblo llano. En uno de ellos apenas quedan unos rescoldos humeantes. En la plataforma próxima, va a comenzar una cremación. Sobre una pira de gruesos troncos, un cadáver envuelto en tela está cubierto de paja. (Pedro me dice que cuantos más posibles tenga la familia, más y mejores troncos tendrá la pira; si la familia es pobre, la escasez de madera hace que a veces el cadáver no llegue a convertirse en cenizas) Hay una pequeña ceremonia en la que el hijo del difunto, un niño vestido apenas con una ligera tela se introduce en el río. En poco tiempo el túmulo funerario se ha convertido en una gran hoguera que se eleva hacia el cielo. Los deudos permanecen en una estancia enfrente, hasta la consumación completa. Las cenizas se tirarán al río, afluente del Padre Ganges. Miro a Purna, con quien compartiré alguna jornada más y le pido que, si yo muriera en Nepal, me incineren junto al Bagmati. Observo que hay niños metidos en el río hasta las rodillas, portando unos palos. Al principio pienso que están pescando. Me explican que buscan monedas y las joyas de los difuntos. (...)

Un taxi nos lleva a Gokharna en donde hay otro establecimiento de Maiti Nepal que alberga a mujeres y niños seropositivos. Al llegar nos enteramos que los niños han salido de excursión. Sólo queda media docena de chicas sonrientes, encantadoras. Nos enseñan la cuadra que han construído para un par de vacas y también unos cabritillos recién nacidos. Un poco más allá, alejada del resto de los edificios, hay una casita pequeña. En su pequeño jardín, tres chicas están sentadas sobre una estera, al sol. Más sonrisas. Namasté. Pedro roza con el dorso de su mano la mejilla de una de ellas y su rostro resplandece tras el amago de caricia. Son un grupo de seropositivas y están apartadas de los demás por sufrir, además, hepatitis contagiosa. (...)

En nuestro regreso a Katmandú, nos detenemos en la aldea de Bhouda, lugar emblemático del budismo tibetano del que antaño partían las caravanas a Lhasa y que constituía la entrada de los mercaderes del Tibet antes de entrar en Katmandú. Hoy alberga una gran comunidad del exilio que huyó en 1959 y numerosas escuelas y monasterios budistas. Sobre una terraza desde la que se divisa una de las mayores stupas del mundo, la de Bodhnat, comemos algo y compartimos una botella de San Miguel de 660 cl. Pedro me explica el “Ek” de Buda. Estamos en la gloria. Pedimos una nueva sanmiguel para compartir y le pregunto un montón de cosas a mi amigo, que me contesta hablándome de sus trabajos y viajes, de sus experiencias con sectas, de su familia, de sus creencias, … Le interrumpo demasiado a menudo y él, cada vez, me mira con gesto extraño: tengo que aprender a escuchar mejor. Al caer la tarde decenas -cientos- de tibetanos caminan ceremonialmente, cada vez más numerosos, alrededor de la stupa. Con el precioso mantra dentro de los oídos, también nosotros caminamos entre monjes y monjas, hombres y mujeres del Tibet de toda condición: ..Om Mani Padme Hum.. Om Mani Padme Hum.. Al poco tiempo estamos ya inmersos en lo que se ha convertido en una gran procesión, un inmenso gentío que ya apenas cabe en la plaza y que gira y gira alrededor de los ojos de Buda. Om Mani Padme Hum. Me emociono de nuevo. www.youtube.com/watch?v=t4Ri37iAyWk (...)

Philip llegó a Nepal y decidió quedarse a vivir allí. Abrazó el budismo y montó un pequeño hotel en Katmandú que me recuerda un carmen de Granada: pequeña edificación, piedra y madera, acogedor, con jardín, árboles,… Un buen (mal) día, después de pasar toda la noche en vela hablando y sincerándose con su mejor amigo, inesperadamente, Philip se murió. Mi amigo Pedro, que lo conocía, acudió a sus exequias por el rito budista (muy hermoso, me contó). También lo hizo Yolanda, una joven suiza que estando ocasionalmente alojada en ese hotelito, a partir de entonces, decidió convertirlo en su hogar y nuevo modus vivendi cogiendo el testigo de Philip, hasta el día de hoy. Con Yolanda conversamos ya de noche en el jardín a la luz de las velas. Nos cuenta que el año pasado decidió pasar unos días de reflexión en Suiza. Al poco tiempo regresó a Nepal, con más ganas. Ahora está construyendo un albergue fuera de la capital, en la montaña. Estará atendido exclusivamente con chicas que provienen de Maiti Nepal. Además de solidaria, es inteligente: la guerrilla maoísta activa en el medio rural del país no ataca a las mujeres, por considerarlas inferiores. Manda huevos! (La vida en un instante)

De nuevo en Katmandú, cenamos en la pizzería “La Dolce Vita” sita en el bullicioso barrio de Thamel. Antes de regresar a la pensión le comento a mi amigo que he vivido tanto estos dos días que sólo por ello ya me hubiera merecido la pena este viaje. Sé que hay cosas que mi mente occidental va a tardar en asimilar. (...)

Llego al edificio de “Elbrus Home”. Ale no está, pero hay gente conversando en la noche fuera del portal y alguien me abre el candado de la verja metálica de fuelle que sirve de puerta. Subo al 4º piso. La pensión está cerrada. Llamo. No responden. Llamo de nuevo insistentemente. No hay respuesta. Bajo de nuevo los cuatro pisos. Llego al portal y ya no hay nadie: la verja está cerrada con el candado echado. No puedo salir. Me planteo dónde dormir: los tres pisos superiores están deshabitados y derruídos... Cuando empiezo a temer que alguien pueda surgir de entre las sombras y me dé el palo, de la oscuridad de la calle aparece un Ale sonriente que regresa de tomar un té. Acostarme en una cama me parece un regalo del cielo. (...)