miércoles, 27 de abril de 2011

Lo mismo, de otra manera, no es igual

Me he levantado un poco antes de lo habitual, después de una noche algo intranquila. Cuando salgo de casa está amaneciendo. La temperatura, fresca, anuncia uno de esos selectos días de primavera en Madrid, entre el frío invierno y la canícula insoportable. Me “tiro” con la bici sendero abajo entre los pinos del bosque de la Dehesa de la Villa, paso junto a un –para mí desconocido- altorrelieve de Oteiza de 1955 y llego hasta una vereda de tierra denominada “La Senda Real” (al parecer, un camino que los reyes utilizaban cuando iban a cazar, desde su palacio hasta la sierra). Freno al llegar al primer contacto con el asfalto: pequeño y discreto cruce por el que avanza una comitiva de coches oficiales que acceden a otro palacio, el de la Moncloa. Después, atravieso la zona del Puente de los Franceses (la única en la que se aspiran los humos automovilísticos de la hora-punta) hasta llegar junto al río Manzanares. Antes, en un semáforo, un mendigo con las piernas amputadas mira descaradamente las mías.

(Si hace tiempo fue una nevada la que dejó mi moto “varada” por un día, anteayer fue el despiste de un conductor lo que, además de tirarme al suelo, la ha llevado al taller de reparación por una temporadita. Como entonces, me he visto en la necesidad de cambiar de transporte urbano, aunque en esta ocasión me he decidido a probar suerte con la bicicleta. Mi mejor forma física actual y el reciente acondicionamiento de la ribera del “río de Madrid” me han permitido pedalear el recorrido que separa mi casa del trabajo, ahora en el barrio de Legazpi. Ello ha supuesto, al cabo, una feliz experiencia y algunos pequeños descubrimientos que he decidido reflejar sobre el papel, o mejor dicho, sobre la pantalla.

Acompañando ahora en paralelo el descenso de las aguas (hasta hoy nunca estuve seguro del sentido que llevaban) sorprende ver a un grupo de enfermeras fumando a las puertas de un hospital y, más adelante, comprobar que no es un tópico lo de vivir bajo un puente. En este tramo, el río se me antoja un desfavorecido al que han encauzado y represado (hay varias presas fluviales) “malgré lui” y que, resignado, muestra aún lenguas de la arena que otrora subían los carros para la construcción de la ciudad, calle Areneros arriba. Pese a lo temprano de la hora veo también jubilados “full equip” que lanzan sus cañas en desigual competencia con los escasos patos lugareños. Al llegar a las inmediaciones del Palacio de Oriente, el espacio se abre e ilumina hacia el sur: se trata del llamado “Madrid Río”, ajardinado paseo que discurre por ambos márgenes al compás que marcan los meandros del Manzanares, superpuesto aquél a una invisible M-30 que se adivina debajo.


Aunque viene a la mente, en este momento desecho pensar en la milmillonaria deuda que pagaremos a base de multas e impuestos , en los defectos técnicos que, más temprano que tarde siempre aparecen en forma de averías, humedades.. y en los siempre inevitables intereses inconfesables de algunos de los que han intervenido en este proyecto. Me abstraigo de todo ello, recuerdo “El río que nos lleva” y pedaleo mientras escucho en el iPod, feliz, la sonata para piano nº 8 de Beethoven, interpretada por Baremboin.

En ambas riberas, parterres adolescentes de riego por goteo. Para cruzar el río, variadas pasarelas; algunas con mosaicos cenitales cual capillas sixtinas del hip hop. A lo largo del itinerario, laberintos de troncos, columpios y hamacas de cuerdas, pinos amarrados a oblicuos postes rojos que sugieren el bosque de Ibarrola que nunca ví… y hasta una piara de xilo-jabalíes para el público más infantil. Y, en medio de ese paisaje, un paisanaje que se ha echado a la calle tempranamente. Los que pasean al perro (y los perros que pasean a sus dueños), los patinadores, los ciclistas como yo, los que hacen footing [una esforzada india maya en chándal se esfuerza inútilmente por estilizar su figura / otro tipo corre al trote cochinero vestido de traje: ¿será un ejecutivo-neo-parado que aún salva las apariencias delante de su familia?], los que sacan a pasear al abuelo o la abuela en la silla de ruedas, los jardineros subsaharianos –de tez negra, casi azul- que el munícipe ha vestido con mono verde fosforito, una azafata con pañuelo y trolley, algún insomne que encuentra por fin el descanso al contemplar a otros zombies tras una solitaria noche en blanco...

Después de rodar durante una hora sin haber escuchado el sidhartiano rumor del agua del río - otro día, sin iPod, lo haré- estoy ya a punto de incorporarme a mi cotidiana rutina. Me conforta el recuerdo de la importancia del viaje de Kavafis y también los versos del olmo viejo que espera el milagro de la primavera.



(En esta ocasión no es un anónimo conductor del metro quien me transporta por el oscuro subsuelo entre rostros alienados -con perdón-, como aquel día de la nevada. Hoy soy yo quien, a golpe de pedal, viajo por la superficie de esta ciudad iluminada por un sol recién estrenado en una mañana fresca de primavera. Pero, al igual que en aquella ocasión, el relato me sugiere una segunda lectura: en este caso acerca de la (facilidad y el placer de la) ruptura de las rutinas .. y más cosas. Por cierto, en el trayecto he ido recordado a algunas personas: con unas me he encontrado hace unos pocos días en Abril. A las demás espero verlas pronto!)


PS.- El viaje de regreso, al atardecer, resulta menos poético, cuesta arriba y con un evidente exceso demográfico ocupando el espacio disponible para el tránsito, lo que ralentiza el camino de vuelta…. contrapunto del que quizá hable otro día.

PPS.- Hoy, cuando cuelgo este post en la red ya he hecho el recorrido de ida y vuelta varios días y aún encuentro razones para seguir haciéndolo.